miércoles, 6 de enero de 2010

El frío.

Es interesante cómo muchas veces el frio nos sirve para pensar y repensar en cosas no necesariamente útiles. "Bah, que las calles ya se ven muy sucias", "..que extraño a horrores la brisa miraflorina tan dispuesta hacia las 6pm", pensaba yo mientras caminaba desde la estación del metro hacia casa (por ésas casualidades en las que a veces el bus que me porta al hogar tarda más de lo debido en llegar). Durante mi caminata iba imaginando -además- cómo me comportaría en situaciones extremas (o extremamente absurdas, como lo quieran ver) como al ser el único sobreviviente en un mundo plagado de zombies... ¡qué delicia meditar en cada paso de la dantesca jornada! primero, buscar un arma, segundo, ...¿alimento? ¿refugio?... y de pronto, el frio, frio helado que me golpea (a pesar de la desventaja de no tener manos) y luego me abraza (a pesar de su incapacidad de ser hipócrita). Al fin, la vida en Milán en estos meses es más bien fria, gélida, apacible.... terrible y mortalmente apacible.

Ahora pienso mucho en cuántas vergüenzas (de esas "incontables") me he visto envuelto, sea por mi apetito por contar chistes en primera persona en miras de lograr efectividad, mis propias ganas autodestructivas y ¿por qué no? mi menefreguismo tan natural. Recuerdo de pronto a Bianchi, aquel joven algo desgarbado con el que compartía salón en la primaria; aparentemente desaparecido pues, luego de mucho indagar, nadie parece tener el mínimo indicio de su existencia (¿imaginación mia, talvez?). Eran días de frio ésos de 1992; claro, que no como ahora, que ahora todo es más frio o más caliente y que le tengo que agradecer mucho a la gente encorbatada en Copenhague por hacer algo al respecto (dicen). Eran días en los que despertaba temprano al oír Radio Cora, con la particular voz que clamaba "yo soy Cora, del Perú", y yo la odiaba. Mi abuela solía ponerla, que es bueno para estar informados y los niños deben despertar temprano, solía decir. Tomaba mi mochila y emprendía el viaje a la escuela.

Mientras dejaba atrás calles y árboles grandes y viejos (de ésos que no hay más ya), me divertía viendo a los vecinos congelados. Algunos habían estado ahí desde que yo recordaba, otros de pronto aparecían, ¿cómo? no lo sé, un buen día... aparecían. Me gustaba mucho ver sus expresiones, aquellas en las que habían sido petrificados y me imaginaba si acaso habrían tenido vida propia antes o simplemente sus rostros fueron cuidadosamente transfigurados por alguna mano designada para tal propósito. ¿Cómo serían sus voces?

Talvez lo más interesante de moverme entre todo ese movimiento inanimado eran las acrobacias. Las más caprichosas poses eran mostrada por los hombres de hielo que, independientemente de la expresión que tuvieran, mostraban siempre una sonrisa, como burlándose de la gravedad que, recelosa, observaba oculta detrás de el tiempo desde una esquina. Piernas volando y torsos a noventa grados eran de deliciosa impresión para mí. Más de una vez corría y esquivaba cuanto podía, como cuando los hombres de capa hacen saltar nobles animales para sortear obstáculos. Ja,ja, ¡qué divertido era hacerles muecas y mirarlos sin otra intención que mirar!, hacer ésto por buen rato, siempre hasta la salida que daba a la plaza Centenario. Siempre a partir de ése día.

Yo soy Cora, del Perú, agredía la vieja radiola contra mis oídos, la leche estaba lista (la detestaba y me hacía daño pero ustedes saben... sino no creces), y mi dulce Tina me esperaba ya escaleras abajo bien vestida y sentada al otro lado de la gran mesa -siempre me preguntaba cómo hacía para despertar tan temprano ¿talvez estaba en la mesa desde la noche anterior? Balbuceaba un buenos días, tomaba la leche de puro compromiso y velozmente para no sentir el sabor y me salía de casa, emocionado, buscando con la mirada a mis juguetes, apáticos compañeros de juego, de hielo. Tina me miraba desde la puerta con esa mirada tan suya, tan altanera para con el resto y amorosa para conmigo. Doblaba la esquina.

Llegué hasta la plaza Centenario, cansado ya por haber corrido tanto y con los principios de éso que se siente cuando...., como cuando te das cuenta de que por más de haber tomado mucha Coca-Cola, quieres más; como cuando te das cuenta de que pasaron 6 horas de risas, más sigues igual de vacío. ¡En fin!, mejor que nada, pensé, cuando de pronto, por ésas funestas reglas que hacen que la vida se parezca a un film español, alguien me dijo "en fin, ¿qué?". ¿Dije alguien? ¿sería posible acaso definir un alguien en medio de esa masa de hielo que ahora veía detrás de mí? Todo estaba como siempre, ¡oh! ahí pasa el bus que me debería llevar a casa, y yo estoy a medio camino y no precisamente en una parada, todo sigue como si nada....., ¿han visto seguir a todo como si nada......?

La brisa del mar miraflorino (no discutiré sobre ese adjetivo) mojaba mi cabello y deberían ellos saber que, en efecto, la brisa del mar miraflorino... moja y a veces muerde, vuelvo en mí y sigo en el camino a casa. Algo angustiado por la situación y la duda entre correr o quedarme, la incertidumbre de no saber si esa voz era de, acaso, un zombie y mi curiosidad me hicieron repasar mi plan de supervivencia nuevamente en cuestión de un segundo. Deberían saber ellos que la brisa del mar muerde y que tengo un plan.

Me volví hacia la plaza nuevamente, pretendiendo no haber escuchado nada pues si todo hacía éso yo podía jugar a lo mismo. Nuevamente la voz llamó y dijo ¿hola?. Yo, incrédulo aún, respondí al llamado y estando aún de espaldas a la voz pregunté que quién es, que hola, que dónde estás. Bianchi, no tenía miedo de ver a alguien moverse; en realidad, no parecía ni asustado ni sorprendido, mucho menos interesado, simplemente atento, atento como ellos en su hielo, calle atrás.

¿No sabes que no puedes jugar aquí?, has estado jugando con ellos, ¿no es así?. Sinceridad total, que sí, que no sabía, que ¡espera!, ¿quién me lo prohíbe?

-¿No lo sabes, Carrillo? Ya no estás cerca al mar. Ellos nunca entenderán pues están lejos, están hielo, están mal.

No es que ver a Bianchi haya sido tan sorpresivo, lo sorpresivo era ver a alguien que no estuviese retando a la gravedad y a el tiempo y a todos los que decían que éso o aquello no se podía hacer. Era mucho más impresionante ver a alguien que no estuviera obedeciendo lo que la mala situación, los poderes y los diarios decían. En pleno frio y ellos más frios era extraño ver que alguien me decía lo obvio, lo explícito de una situación en donde todos excepto yo, y Bianchi, ahora podíamos darnos cuenta de algo, ante el rotundo "nada" de todo: que no podía jugar con ellos (si tan sólo supieran que el mar muerde, especialmente el hielo).

La casa club en los sótanos de la piscina de la escuela eran los puntos donde empezaría la revolución, Bianchi y yo llevaríamos la brisa del mar, que muerde, a esa gente. Volverían todos a moverse,a reír talvez, a llorar...talvez. Todo ésto conllevaba el aparentemente gracioso pero a la vez letal efecto de caer de grandes alturas en posiciones caprichosas a una piso muy duro, y vaya que las calles del viejo pueblo eran duras.

Todo se dio un 10 de febrero. Esa mañana llevamos en grandes tanques soplo de mar comprada con chistes a algunos peces, nos alistamos con las mejores sonrisas y fuimos como batallón de alegría, como jugando a ser un Dios soplamos vida delante de grandes formaciones de hielo. Casi podría jurar que vi caras de cuasi-espanto en sus ojos. Ellos no entendían. Tenían una capacidad especial de volverse hielo al momento de ser liberados, parecía no importarles lo mucho que intentáramos pues ellos amablemente nos devolvían la sonrisa y se volvían gélidos, apaciblemente muertos mas siempre lindos y graciosos, graciosamente inanimados.

El 10 de febrero también terminó todo. Radio Cora indicaba que el movimiento de liberación no había funcionado, que nosotros, los rebeldes, no teníamos idea de lo que era la vida. Todo para el mayor desasosiego de Bianchi, a quien recuerdo muy bien con su mirada vaga, ojos caídos, cabello castaño y su gran pena, no por él, sino por ellos. Talvez mi menefreguismo de las cosas (o total falta de entendimiento de ellas) me ayudó en ese entonces pues, simplemente asumí que ciertas cosas no podían ser o que algunos nacieron para morirse (lo que sea que éso quiera decir).

¿Es que talvez los que vivían eran ellos? como hielo, pero vivían. ¿Es que acaso talvez los muertos eramos nosotros? Que eramos sólo entes pendientes de la brisa del mar, que muerde, y también del frío; tontos porque pensábamos que debíamos cambiar la vida del resto cuando aparentemente el resto estaba bien, como los ingleses que construyen cabañas "civilizadas" para las tribus de pigmeos en alguna isla lejana, con filosofía enciclopédica en un tema que, puede que, nadie necesite. O como me dijo una vez una mujer georgiana en un bar francés, que éso es como querer leer entre lineas, muy segura y con una simplicidad aplastante, el café está caliente y cae muy bien en medio del camino a casa, y de que yo no tengo idea (no tienes idea).

Me pregunto qué habrá pasado con el buen Bianchi, pues luego de la conmoción no volví a saber de él. Yo dejé el colegio peruano-japonés y huí, como he hecho muchas veces (tampoco discutiré éso). Hoy, cuando he preguntado por él, a un amigo "en común" éste me ha visto extrañado. Cuando he intentado indagar sobre lo que fue de él todos han tenido la misma expresión (más allá del hielo que aún los cubre), todos como si nunca hubiese existido un tal Bianchi, como si algo se lo hubiese tragado, como si yo me lo hubiese inventado. No he vuelto más al pueblo, mi Tina también se fue, todos huyeron, algunos bloques de hielo quedaron, mas ni pista de Bianchi. Con el tiempo he llegado a creer que todo fue un sueño, que yo lo inventé y que todo fue producto de lo mal que me caía la leche que servía la empleada y que Tina, con amor, me obligada a beber cada mañana.

Sale el sol ahora por sobre el obelisco de la plaza Centenario y las figuras en caprichosas formas siguen ahí, tan estoicas como indiferentes, todas con su mirada burlona hacia la gravedad, pobre, que sigue en la esquina. Todas, menos una, una que mira sin sorpresa ni interés, sólo con atención y por pura cortesía. Llegué a casa, ¡qué caliente está!

Es interesante cómo muchas veces el frio nos sirve para pensar y repensar en cosas no necesariamente útiles.